“El ser humano sabe domar y, en efecto, ha domado toda clase de fieras, de aves, de reptiles y de bestias marinas; pero nadie puede domar la lengua. Es un mal irrefrenable, lleno de veneno mortal. Con la lengua bendecimos a nuestro Señor y Padre, y con ella maldecimos a las personas, creadas a imagen de Dios. De una misma boca salen bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así. ¿Puede acaso brotar de una misma fuente agua dulce y agua salada? Hermanos míos, ¿acaso puede dar aceitunas una higuera o higos una vid? Pues tampoco una fuente de agua salada puede dar agua dulce.
St 3.7-12
En el texto anterior vemos que Santiago se utilizó de tres ejemplos para explicar la importancia de controlar lo que uno dice (la lengua): el freno que controla el caballo, el timón que guía a los barcos y la chispa que incendia un gran bosque. Ahora, con otros ejemplos, el autor nos muestra que por medio de la lengua se manifiesta toda nuestra naturaleza pecaminosa: la forma y el contenido de lo que uno dice “es un mal irrefrenable, lleno de veneno mortal”. Eso claramente indica que el pecado humano se manifiesta siempre por lo que decimos, puesto que nadie puede dominar su propia naturaleza pecaminosa, aun que sepamos como domar toda clase de fieras del reino animal.
Otra forma de expresar el pecado humano por medio de lo que decimos es que “con la lengua bendecimos a nuestro Señor y Padre, y con ella maldecimos a las personas creadas a imagen de Dios”. Esta contradicción es suficiente para mostrarnos la dimensión verbal que asume nuestro propio pecado. Obviamente, si maldecimos a las personas creadas por Dios, ¿cómo esperamos que al bendecir a Dios lo hagamos de corazón? Según Santiago eso sería imposible, puesto que de la misma fuente no puede brotar agua duce e salada a la vez, ni una higuera dar aceitunas, ni higos una vid.
Este concepto está también muy claro en las palabras de Jesús (Lc 6.43-45): reconocemos el árbol por su fruto, sea bueno o sea malo. “El que es bueno, de la bondad que atesora en el corazón produce el bien; pero el que es malo, de su maldad produce el mal, porque de lo que abunda en el corazón habla la boca.” Todos somos malos y pecadores y eso sale inevitablemente por la forma y el contenido de nuestras palabras. Sin duda, cuando alcanzados por la gracia redentora de Dios, que “nos da vida con Cristo aun cuando estábamos muertos en pecados” (Ef 2.4-5) podemos mostrar “la incomparable riqueza de su gracia” (Ef 2.7) por la forma como nuestros pensamientos y conceptos son transformados y por como consagramos nuestras palabras a Dios.
En ese sentido, la lengua manifiesta lo que somos en verdad: pecadores que todavía siguen bajo el total control de su alejamiento de Dios o pecadores ya alcanzados por la gracia y la redención de Cristo que le consagran toda su vida.
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