“Hermanos, no habléis mal unos de otros. Si alguien habla mal de su hermano, o lo juzga, habla mal de la ley y la juzga. Y si juzgas la ley, ya no eres cumplidor de la ley, sino su juez. No hay más que un solo legislador y juez, aquel que puede salvar y destruir. Tú, en cambio, ¿quién eres para juzgar a tu prójimo?
St 4.11-12
Santiago se preocupa en mostrarnos que nuestro amor y amistad solo los podemos dar a Dios y no al mundo o al pecado (4.4-6). Dedicar nuestro amor a Dios es posible porque él nos concede su gracia que se manifiesta por medio de nuestra humildad ante él (4.6), lo que tiene claras implicaciones éticas hacia uno mismo (4.7-10) y hacia los demás (4.11-12).
El texto que tenemos ahora trata de las implicaciones éticas en el plan relacional de la permanente actitud de humildad ante Dios. El escritor empieza dándole directo al clavo: no podemos hablar mal unos de otros, puesto que eso nos convierte en jueces de la ley de Dios y nos consideraríamos como superiores a esa ley y, en consecuencia, al propio Dios. Ese sentimiento de orgullo y soberbia hacia a Dios y a su ley (4.6) ciertamente rompe con la comunión que debemos mantener con los hermanos, además de que conquistamos contra nosotros la oposición abierta y declarada de Dios (4.6).
El raciocinio de Santiago está muy claramente explicado en el texto: juzgar y murmurar contra un hermano significa que juzgamos y murmuramos contra la ley de Dios y no la vivimos bajo su cumplimiento. La relación de amor y humildad que mantenemos con Dios, fruto de su gracia en nuestra vida, se compromete completamente cuando dejamos de cumplir y vivir su palabra y nos juzgamos superiores a esta palabra y al propio Dios.
Sin embargo, dice Santiago que solo Dios está a la altura de su palabra por ser su único legislador y juez, solo él puede salvar y destruir, solo él pudo legislar y revelar a su palabra (Biblia) y es el único que nos puede juzgar debidamente a la luz de su palabra en nuestra vida. En ese sentido, la humildad y el amor que rendimos a Dios nos preserva que, en términos de nuestra relación con Dios y nuestro destino eterno, otros legislen sobre nuestra vida y nos juzguen. Pero, de igual manera, ¿quién somos nosotros para que juzguemos a los demás?
Esa es la pregunta con que Santiago concluye su raciocinio aquí. Lo más importante en nuestra relación de amor y humildad con Dios no es que estemos libres de que otros juzguen nuestras actitudes, sino que estemos libres para no juzgar (¡ni salvar ni destruir! – 4.12) a nuestros hermanos. Por estar bajo la gracia de Dios y en permanente relación de amor y humildad con él, nuestra relación con los demás será pautada por valores éticos que se derivan de la palabra de Dios. Por eso, uno tiene que preguntarse a diario: “¿quién eres para juzgar a tu prójimo?
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