“Así que someteos a Dios. Resistid al diablo, y él huirá de vosotros. Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. ¡Pecadores, limpiaos las manos! ¡Vosotros los inconstantes, purificad vuestro corazón! Reconoced vuestras miserias, llorad y lamentaos. Que vuestra risa se convierta en llanto, y vuestra alegría en tristeza. Humillaos delante del Señor, y él os exaltará”
St 4.7-10
Nuestra amistad y amor no las podemos dar al mundo (pecado) sino que solo a Dios, nuestro Señor y Salvador, como lo hemos visto en el texto anterior (4.4-6). La base para que dediquemos nuestro amor solo a Dios es la gracia que de él recibimos cuando asumimos una postura de humildad ante él y no de soberbia u orgullo (4.6). Esa actitud de permanente humildad conlleva varias implicaciones para nuestras vidas. Las podemos ver separadas en dos grupos: el primer a nivel personal (4.7-10) y el segundo en plan relacional (4.11-12). Empezaremos con el primer grupo.
El texto se compone de una interesante lista de actitudes personales que asumimos en consecuencia de la gracia recibida de Dios mediante la humildad con que le buscamos a diario. Las expresiones “someteos a Dios”, “resistid al diablo”, “acercaos a Dios”, “limpiaos las manos”, “purificad vuestro corazón” y “reconoced vuestras miserias” se relacionan y están en directa proporción con la afirmación final: “humillaos delante del Señor, y él os exaltará”, una repetición de la parte final de la cita de 4.6.
A nivel personal, por tanto, la humildad puede ser definida como la búsqueda más constante y profunda de Dios, una búsqueda que encuentra su objetivo puesto que la gracia de Dios se extiende como la plataforma desde dónde le buscamos y le encontramos. La humildad, como lo podemos ver por las expresiones del texto, abarca a todas y cada una de las dimensiones de nuestra vida personal. Nos impulsa a una actitud de sometimiento y acercamiento a Dios, a la vez que nos da la necesaria fuerza para resistir al diablo y a nuestra propia naturaleza pecaminosa. Nos conduce a un profundo lamento (llorar y lamentar) y sincera tristeza al reconocer nuestro pecado, lo que nos lleva a una verdadera y arrepentida confesión como lo enseño el propio Jesucristo: “bienaventurado los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5.4).
La humildad tiene una acción completa en nuestra vida, puesto que es el resultado de la gracia que el propio Dios la extendió hacia nosotros. La humildad no es una debilidad, sino que nos hace más fuertes para seguir caminando al lado de Dios, confesando arrepentidos a nuestros pecados, acercándonos más a él y a su palabra. Además, buscar la humildad sincera bajo la gracia de Dios en medio a un mundo de insinceridades, orgullos y soberbias en contra de Dios y de los seres humanos, se convierte en el camino misionero que tenemos ante todos nosotros.
¡Sigamos los pasos de la humildad!
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