“El hijo de Dios fue enviado precisamente para destruir las obras del diablo. Ninguno que haya nacido de Dios practica el pecado, porque la semilla de Dios permanece en él; no puede practicar el pecado, porque ha nacido de Dios”
1 Jn 3.8b-9
No vivir en la práctica del pecado es una de las características más importantes de la vida cristiana. Como ya lo sabemos, no se refiere a que no pecamos más sino a que hemos sido alcanzados por el perdón y por la gracia de Cristo ya que Cristo vino de parte de Dios tanto para anular el poder y las obras del diablo (Cl 2.13-15) y darnos la gracia de nacer de Dios.
Lo que nos dice el apóstol es que ahora vivimos bajo un nuevo status de vida que ya no se compromete más con el estilo de vida que desafortunadamente vivíamos anteriormente: el poder del diablo y del pecado ya no más nos controla o determina toda nuestra vida, hemos renacido de Dios por su propio poder regenerador y por la semilla de Dios permanece en nosotros.
El tema de la semilla de Dios es nuevo aquí. Se trata de la permanencia constante y eterna del Espíritu Santo en nuestra vida. No solo es presente en nosotros día a día, como su presencia se compara a una semilla. La semilla es la que germina e trae a la luz la vida. El Espíritu Santo como la semilla de Dios es quién produce y mantiene en nosotros la vida de Dios. Es el sello que garantiza nuestra filiación a Dios (Ef 1.13-14).
De este modo encontramos fuerzas en Dios para luchar contra el pecado que se ha alojado en nuestra naturaleza y para buscar una vida comprometida con Dios y con su justicia.
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