“Hermanos míos, no pretendáis muchos de vosotros ser maestros, pues, como sabéis, seremos juzgados con más severidad. Todos fallamos mucho. Si alguien nunca falla en lo que dice, es una persona perfecta, capaz también de controlar todo su cuerpo”
St 3.1-2
Santiago empieza a tratar del tema de la lengua, o sea, de lo que uno dice y de cómo lo dice. El texto se extiende hasta el verso 12, pero en estos dos primeros versos lo vemos introduciendo el asunto y estableciendo sus bases. En ese sentido, Santiago nos ayuda a entender que el tema de la lengua se relaciona con la enseñanza de la palabra de Dios y con el pecado.
Cuanto a la enseñanza de la palabra de Dios, vemos en el texto que es mejor que uno no pretenda asumir la función de maestro, puesto que éstos serán juzgados con más severidad. Eso tiene que ver con la seriedad con que los hermanos llamados por Dios para enseñar su palabra deben asumir su vocación: enseñar las Escrituras, aun que sea un privilegio dado por Dios, exige por un lado una gran dedicación al estudio de innumerables áreas del conocimiento y, por otro, exige fidelidad y coherencia entre lo que vivimos y decimos con los principios del Reino de Dios y de su palabra.
Pero Santiago también nos ayuda a entender que la forma y el contenido de lo que uno dice (la lengua) reflejan el pecado que llevamos en nuestra propia naturaleza humana: “todos fallamos mucho”. Ciertamente que se refiere, en un primer momento, a nuestros fallos relacionados con la lengua. Cuando consagramos nuestra lengua al Señor y la usamos para bendecir y edificar a los demás caminamos hacia una experiencia más completa como personas y como cristianos. Además, al consagrar nuestra lengua a Dios conlleva la capacidad de controlar todo nuestro cuerpo, o sea, de consagrar también a Dios todas las demás dimensiones de nuestra vida. La perfección mencionada por Santiago tiene que ver, sin duda, con esa permanente consagración (arrepentimiento, confesión, transformación) de toda nuestra vida a Dios, siendo la forma y los contenidos de nuestras palabras la dimensión inicial.
Al leer estos versos iniciales nos quedamos, entonces, con una importante pregunta: ¿Cuánto de nuestra lengua se mantiene cada día consagrada a Dios y su servicio?
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