“Si alguien que posee bienes materiales ve que su hermano está pasando necesidad, y no tiene compasión de él, ¿cómo se puede decir que el amor de Dios habita en él? Queridos hijos, no amemos de palabra ni de labios para afuera, sino con hechos y de verdad”
1 Jn 3.17-18
En el verso 16 vimos que, siguiendo los pasos de Cristo que ha dado su vida por nosotros, también nosotros debemos entregar nuestras vidas por los hermanos. Ahora el apóstol nos enseña una forma muy concreta de cómo podemos dar la vida por nuestros hermanos: al no cerrar nuestro corazón a los hermanos que pasan necesidades físicas y materiales manifestamos el amor de Dios en nosotros y por los demás.
La utilización de los recursos materiales que recibimos, día a día, de Dios en pro de los demás hermanos, socorriéndoles en sus necesidades concretas y reales es, efectivamente, el ejercicio de un don espiritual, ¡la diaconía! Es importante entender que ejercer la diaconía (o el “servicio”) es la forma como Dios mantiene su providencia y cuidado para con los suyos, o sea, Dios se utiliza de cada uno de nosotros como siervos (diáconos) suyos que somos para socorrer y cuidar de otros que pasan por necesidades más agudas.
Por eso dice Juan que la “compasión” es el sentimiento que nos hace actuar diaconalmente a favor de los que padecen. La compasión es un sentimiento que aprendemos con Jesús (Mc 8.2; Mt 9.36). En ese sentido, la compasión o misericordia la recibimos como parte de la gracia de Cristo en nuestra vida. Si por un lado Cristo nos bendice, salva y perdona por su gracia, por otro lado Cristo bendice y cuida providencialmente de otros por su gracia a través de nosotros. Él manifiesta su amor por las personas por nuestro intermedio y por eso también nos concede cada día los recursos humanos y materiales.
Ante eso, la conclusión del v.18 es muy importante para la vida cristiana personal y para la comunión entre nosotros. El amor no puede ser solo un bello discurso o tema de discusión, el amor debe de ser vivido con obras verdaderas, con hechos reales, por un compromiso mutuo genuino. Así tenemos la oportunidad de vivir la misión de Cristo en este mundo y crecer personalmente en nuestra espiritualidad y relación con el Padre.
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