“Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte. Todo el que odia a su hermano es un asesino, y sabéis que en ningún asesino permanece la vida eterna”
1 Jn 3.14-15
El tema del amor mutuo entre nosotros sigue ahora explicando un poco mejor la ausencia del amor y consecuente presencia del odio en la vida de Caín, que asesinó a su hermano. El odio es una manifestación de la muerte, así como el amor refleja la vida. La afirmación inicial del apóstol, en ese sentido, es muy importante: solamente sabemos que hemos dejado el status de “muerte” y que asumimos el status de “vida eterna” porque amamos a nuestros hermanos y lo demostramos a diario en nuestras acciones y relaciones.
“Permanecer” es otra palabra significativa aquí. Se relaciona tanto con la muerte como con la vida. No tiene que ver con actitudes sueltas que tomamos aquí y allí; antes, tiene que ver con un compromiso completo de nuestras propias vidas con el odio y la muerte o con el amor y la vida.
Ante lo que nos enseña el apóstol Juan, es necesario que hagamos una seria reflexión acerca de nosotros mismos en cuanto a qué manifestamos con nuestros compromisos hacia a los demás hermanos. Si odiamos nos convertimos en asesinos (¡dura palabra del apóstol!) que no tienen la vida eterna permanente en si. Si amamos confirmamos día a día que hemos pasado de la muerte a la vida eterna por los méritos exclusivos de Jesucristo.
Vida o muerte, amor u odio. Parece un romanticismo que no nos conduce a ninguna parte en concreto, pero lo debemos tomar como el fundamento para la increencia (odio y muerte) o como el fundamento para la fe (amor y vida). El apóstol, en verdad, trata de la esencia de nuestra vida. Vivamos, por tanto, comprometidos con la vida eterna recibida de Cristo, manifestándola a los demás en forma de amor.
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