“Si alguien reconoce que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios. Y nosotros hemos llegado a saber y creer que Dios nos ama. Dios es amor. El que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él”
1 Jn 4.15-16
El apóstol Juan concluye con estas palabras su enseñanza sobre “permanecer en Dios en amor” (4.7-16). Su conclusión es muy importante por el repaso que nos hace sobre el tema y, especialmente, por vincular el amor a la fe.
Eso significa que cuando reconocemos que Jesús es el Hijo de Dios permanecemos en Dios e él permanece presente en cada momento de nuestra vida (fe), por eso él madura nuestra fe y nos lleva a “saber y creer” que Dios nos ama. El amor de Dios no es solamente un sentimiento, se trata de algo más profundo. El amor de Dios es una realidad que pasamos a conocer y a creer. Por tanto, el amor de Dios tiene que ver con la transformación de nuestra intelectualidad (“hemos llegado a saber”) y de nuestra propia fe (“hemos llegado a creer”).
El amor de Dios cambia la forma como pensamos y encaramos a nosotros mismos, a los demás y a la vida. Es una revolución de fe en nuestra mente, sentimientos y, por supuesto, comportamientos. Permanecemos en Dios porque él permanece en nosotros y nos hace reconocer la divinidad personal de Jesucristo y su obra redentora. Permaneciendo en Dios lo reconocemos como siendo él mismo el verdadero y único amor: “Dios es amor”.
Así siendo, es muy importante para vivir la fe en cada momento de nuestra vida que tengamos claro el amor de Dios en y por nosotros: un amor redentor, perdonador, transformador de vidas y situaciones y un amor que se expresa concretamente entre los hermanos. Vivir la vida sin el amor de Dios puede ser una de las peores experiencias humana. ¡Vivamos en el amor de Dios!
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