“Si alguien afirma: ‘Yo amo a Dios’, pero odia a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto. Y él nos ha dado este mandamiento: el que ama a Dios, ame también a su hermano”
1 Jn 4.20-21
El apóstol Juan concluye el tema del amor con estas palabras. Lo hace presentándonos un resumen de lo que ha estado hablando desde el capítulo 3: el amor a Dios no se puede considerar únicamente como una experiencia espiritual y subjetiva, ni exclusivamente personal e individual. Tampoco lo considera, como lo vemos en estos versos, algo que se define y se manifiesta únicamente por medio de una afirmación verbal. Amar a Dios es la respuesta que damos a su obra en nuestras vidas (4.19) y eso lo hacemos cuando manifestamos ese amor de forma concreta a los hermanos y demás personas (3.16-18).
Afirmar que uno ama a Dios cuando se relaciona con el hermano en base al odio es mentir y negar que la obra de Dios en nuestra vida y en nuestro medio haya sido real y eficaz. La verdad apostólica en este texto es que afirmamos nuestro amor a Dios cuando lo manifestamos concretamente a las demás personas. La visibilidad de nuestro amor a quienes podemos ver, tocar y sentir demuestra la invisibilidad de nuestro amor a Dios, al que no podemos tocar o ver de forma física.
Así que el mandamiento de Dios está muy claro: el que ama a Dios, ame también a su hermano (Jn 13.34-35). El mundo sabrá que somos discípulos de Cristo y que su obra redentora es verdadera siempre que pueda ver concretamente los hechos que manifiestan ese amor entre nosotros. ¡Amar a Dios es amar a los hermanos, servir a Dios es servir a la humanidad! Que sea esta nuestra permanente experiencia de fe y comunión.
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